Bajo la acción de los sistemas penal y penitenciario españoles que, según proclaman las leyes que supuestamente los crean y regulan, deberían proteger y garantizar el ejercicio de nuestros derechos y libertades, se imponen todos los días a las personas presas toda clase de tratos crueles, inhumanos y degradantes. Las torturas y maltratos son frecuentes en las cárceles. Existe un régimen de castigo que destruye física y mentalmente a quienes lo padecen. Se traslada arbitrariamente a la gente, muchas veces con intención punitiva o como represalia por una actitud reivindicativa, desarraigándola de su entorno social y familiar. Se obstaculizan las comunicaciones con el exterior, imponiendo despóticamente intervenciones de las mismas y todo tipo de restricciones. El acceso a la cultura es casi inexistente y se puede prohibir, por ejemplo, cualquier libro o publicación, por “motivos de seguridad”. La explotación laboral es enorme, llegando a cobrar muchos trabajadores presos salarios de alrededor de un euro la hora y, a veces, menos.
En las cárceles de mujeres se sufre una doble discriminación, por presas y por mujeres. Empezando porque en su mayor parte no son más que pequeños departamentos en prisiones pensadas para hombres, donde malviven hacinadas, con menos recursos económicos o materiales y menores opciones en cuanto a uso de instalaciones, actividades educativas, culturales, recreativas o laborales, con trabajos especialmente alienantes y todavía peor pagados. Se les exige mayor docilidad y sumisión que a los hombres, sufriendo un porcentaje superior de sanciones y clasificaciones en primer grado, pese a ser menos agresivas. Al no haber departamentos de régimen cerrado más que en unas pocas prisiones, las tildadas de «conflictivas» son trasladadas automáticamente lejos de su gente. Lo mismo que cuando el único módulo de mujeres de una cárcel lo hacen «de respeto» y alguna no quiere someterse forzadamente a un «contrato terapeútico» que implica un tratamiento especialmente estricto y humillante. Igualmente, como existen pocas «unidades de madres», quien tenga alguna criatura menor de tres años, debe elegir entre renunciar a la convivencia con ella y la conducción, con el consiguiente desarraigo social y familiar. Y son frecuentes los abusos sexuales por parte de los carceleros.
La situación sanitaria general es catastrófica, porque la administración penitenciaria incumple sistemáticamente su obligación legal de asegurar a las personas presas unos cuidados médico-sanitarios iguales a los de cualquier ciudadano, y se abandona a las personas enfermas sin proporcionarles, como en el caso de quienes padecen hepatitis C, la medicación y los tratamientos que podrían curarles, ya que la autoridad penitenciaria se niega a sufragarlos, aun desobedeciendo decisiones judiciales. La deuda acumulada de Instituciones Penitenciarias con la sanidad autonómica, a la que se ha encomendado la atención hospitalaria de las personas presas sin ninguna dotación presupuestaria, es de cientos de millones de euros. Y, sin embargo, no se aplica la legislación que dispone que deben ser liberadas las personas presas con enfermedades graves, incurables y terminales, más que cuando ya es inevitable su muerte a corto plazo.
El tráfico de drogas ilegales está consentido y, además, se proporciona a las personas encarceladas todo tipo de drogas legales adictivas, sin apenas control médico, para que no molesten. Quienes sufren alguna enfermedad psiquiátrica constituyen un porcentaje muy elevado de la población reclusa, sin que se les reconozca su condición ni se les cuide. Los médicos son a menudo cómplices de los frecuentes malos tratos, al hacer la vista gorda ante las lesiones resultantes. La mortalidad es en las cárceles mucho más alta que en la calle y menudean las muertes atribuidas muchas veces a causas como «suicidio», «sobredosis» o » muerte súbita» y ocurridas en circunstancias extrañas y dudosas, que nunca se aclaran, pues no se cumplen los trámites prescritos legalmente para ello ni se da a los familiares la oportunidad de exigirlos.
Tanto las personas presas como sus familias están indefensas ante todas esas negligencias y vulneraciones de la ley, y frente a multitud de decisiones de las administraciones carcelaria y judicial que les perjudican gravemente. Los Servicios de Orientación y Asistencia Jurídica Penitenciaria y la justicia gratuita son insuficientes. Los Juzgados de Vigilancia, encargados de la “tutela judicial efectiva” de los derechos de los presos, inoperantes. El poder punitivo del Estado se ejerce sin respetar ninguno de esos derechos que, en teoría, lo justifican.
La llamada “opinión pública” no solamente calla ante esta situación, sino que difunde mayoritariamente los discursos demagógicos del populismo punitivo o la visión interesadamente distorsionada de los sindicatos de carceleros, que quieren defender sus condiciones de trabajo acusando a las personas presas de agredirles frecuentemente a ellos, inventando, exagerando y tergiversando los episodios reales de violencia que, como sabe cualquiera que conozca las cárceles de cerca, recae rutinariamente sobre las personas presas afectadas por esa acumulación de agresiones institucionales, y no sobre los “profesionales” carceleros.