José Ángel Serrano apareció muerto en una celda de aislamiento en la prisión de Zuera, Zaragoza, el 14 de octubre de 2016. Su compañera lo había visitado 24 horas antes. El preso social, natural de Bilbo, cumplía aquel día 40 años. Seguía un tratamiento siquiátrico de antiguo. En ese momento padecía una severa infección bucal. Al día siguiente, funcionarios de la prisión le encontraron muerto, desnudo junto a la puerta de su celda.
Los hechos fueron denunciados públicamente por Salhaketa y la compañera sentimental del preso y letrada Silvia Encina el pasado enero. Expuso ya entonces que había circunstancias que rodeaban la muerte que necesitaban ser aclaradas. Ayer compareció de nuevo ante los medios en Gasteiz, acompañada también de representantes de Salhaketa para denunciar que el juez ha decidido archivar el caso «sin practicar toda la prueba admitida» en un procedimiento plagado de «incumplimientos».
En ese contexto recordó que la primera autopsia solo tomó muestras de analíticas de consumo de tóxicos. Arrojó como resultado parada cardiopulmonar por edema agudo de pulmón, y se realizó «sin consultar el expediente médico». Ya entonces se les negó el derecho a ver el cuerpo si no firmaban el enterramiento, lo cual impedía una segunda autopsia. «Tuvimos que insistir para personarnos como acusación en el procedimiento, el juzgado siguió negando sistemáticamente todas las pruebas solicitadas», según rememoró Encina.
La Audiencia de Zaragoza autorizó la práctica de una autopsia tres meses después de la muerte y solicitó las declaraciones de funcionarios y médico de guardia que estaban la noche de la muerte con la coletilla «por el momento», una «triquiñuela procesal» que se ha utilizado, según denunció, para señalar que no se recurrió a tiempo. La familia había pedido ya entonces que declararan las personas presas que estaban en la galería esa noche.
Una «extraña sustancia»
Explicó la letrada que declararon cuatro funcionarios, no todos, y el médico, pero no el que estaba de guardia durante la noche sino el que se incorporó por la mañana. Agregó que las declaraciones no dejan claro por qué el funcionario de guardia no acudió al timbre de auxilio, ya que negaba que hubiera sido pulsado. La familia volvió a solicitar las declaraciones de los presos, la respuesta fue que debieran haber recurrido. Su testimonio es fundamental, porque son las únicas personas que no trabajan para la prisión, según aclaró, y hay cuestiones como el que esa noche no hubiera el preceptivo recuento o el hecho de que el preso estuviese junto a la puerta de la celda, fuera del campo de visión, que arrojan dudas sobre qué pasó y cómo se produjo la petición de auxilio.
Además, la segunda autopsia, seis meses después, realizada según las pautas establecidas en casos de muerte súbita o bajo custodia, reveló que José Ángel murió atragantado por una sustancia extraña que ocupaba el tramo desde la garganta hasta un tercio de la traquea y descartaba el edema agudo de pulmón. Al no haberse ordenado conservar el cuerpo debidamente, el estado que presentaba el cadáver seis meses después condicionó muchos aspectos, entre ellos la verificación de malos tratos. «José Ángel tenía muchísimas cicatrices», reveló Encina.
Con esta información, la familia volvió al juzgado un viernes y el lunes el juez dictó el sobreseimiento y archivo de diligencias «sin haber practicado toda la prueba», denunció. Según agregó, «toda la prueba se nos ha denegado por providencia en lugar de un auto razonado».
Quien nada quiere aclarar algo tiene que ocultar
Al dolor incomparable que ocasiona la pérdida de un ser querido los allegados de José Ángel Serrano tuvieron que sumar la zozobra y pesadumbre que rodearon las circunstancias de su fallecimiento, el 14 de octubre de 2016. Preso en Zuera, con 18 años de aislamiento y enfermo, su muerte dejó abiertas muchas interrogantes, algunas de ellas expuestas por su compañera Silvia Encina, que le había visitado 24 horas antes. Se preguntaba entonces por qué, precisamente aquella noche, el interfono de auxilio no funcionó; explicaba que le habían obligado a tomar conjuntamente la medicación de su tratamiento siquiátrico y la de la infección bucal que padecía; y denunciaba que les habían instado a consentir su enterramiento sin el informe preceptivo si querían darle un último adiós.
Demasiadas irregularidades y preguntas sobre las que no se ha arrojado ninguna luz en el año largo transcurrido. Es más, el archivo de la causa sin practicar toda la prueba requerida no hace más que convertir la duda en sospecha y activar las alarmas. Las contradicciones existentes entre las dos autopsias realizadas y la decisión, arbitraria, de no tomar declaración a los presos, únicos testigos sin vinculación profesional con la prisión, son motivo para ello.
Cuando una persona fallece estando bajo custodia de funcionarios públicos debería ser la administración la primera interesada en esclarecer lo ocurrido. Así debería ser si tuviera limpia la conciencia y la certidumbre de haber actuado correctamente. Pero, desgraciadamente, el caso de este vecino de Bilbo no es el único, ni el deceso de José Ángel fue un hecho aislado en su vivencia carcelaria. Al contrario, como dijo entonces su compañera, «lo natural es morir en la situación en la que vivía». Quizá es esa la cruda realidad que algunos no quieren que se conozca. Al año 230 personas mueren en las cárceles españolas, un dato escalofriante que no cambiará mientras se mantenga esa vergonzante omertà sobre lo que ocurre en su interior.